Hace poco cambiaste de trabajo, no te iba mal en el otro y la paga de este no es gran diferencia, pero ves compensado ese problema con el proyecto que te han ofrecido (“tu proyecto”), con el poder que tendrás para hacer lo que siempre quisiste (“el equipo B es tuyo, tú te encargarás de él”) y, sobre todo por el progreso (“porque con esto vas a dar un paso adelante en tu carrera”). En la búsqueda de oportunidades estudiaste las alternativas y esta es, sin duda, la mejor opción, no solo es una empresa prestigiosa, además el jefe de tu área (tu jefe) es un líder inspirador, conocido y respetado en el medio. Tú lo admiras hace tiempo y poder tenerlo cerca para aprender de él y para que guíe tus pasos a un nivel superior en tu carrera te parece un sueño. Pero la ensoñación dura poco. El dueño de la empresa decide reemplazar a tu jefe por su hijo, un veinteañero recién egresado de una universidad norteamericana que ha hecho una pasantía en una multinacional del mismo rubro.
Tú no lo sabes, pero esto no es extraño. Resulta que los negocios guiados por sus dueños tienen historias más o menos parecidas. Nacen de la voluntad de su creador, se desarrollan en base a trabajo y disciplina, crecen gracias a la reflexión y adaptación, finalmente, cuando son exitosos, evolucionan, se multiplican, se expanden. En el proceso ingresan profesionales jóvenes y ambiciosos atraídos por el éxito de la compañía y enfocados en el objetivo de proyectar la empresa hacia al futuro, de crecer con ella. Los años pasan e, indefectiblemente, el dueño se hace viejo, ha dedicado su vida a convertir sus sueños en realidad, ha trabajado de sol a sol durante muchos años, ha compartido crisis y oportunidades con sus empleados, ha aprendido y ha enseñado, pero los años son implacables, sus fuerzas ya no son las mismas, está cansado y piensa en el retiro y en su legado. Y allí reside el problema, en el legado.
Convencido del llamado de la sangre, ha educado a sus hijos para heredar el imperio creado, ha invertido en ellos una fortuna y los ha inscrito en los más prestigiosos colegios internacionales de pensiones prohibitivas, le ha puesto tutores costosos, pero, claro, como casi siempre pasa, sus hijos no son él. No han vivido sus experiencias, no han superado las dificultades que él ha experimentado, no han sido crisálidas sino que, sencillamente, nacieron mariposas. La historia lo ha demostrado; ni Alejandro ni César ni Napoleón tuvieron hijos como ellos. Steve Jobs tampoco. Unos, los mejores, ciudadanos de otro tiempo y en otras circunstancias, no sienten apego por la empresa de la familia, no les interesa, quieren hacer su vida y no ser una continuación de la de sus padres; otros, los peores, no tienen dedos para el piano, o sea, son inútiles o cretinos o simplemente imbéciles o todo junto. Sam Walton (el fundador de Walmart), fue inteligente, involucró a la familia en el accionariado, la hizo participar en los directorios de la empresa y, además, los comprometió en las fundaciones que creó para devolverle a la sociedad lo que ésta le había permitido crear. Pero eso sí, la dirección ejecutiva de la empresa se la entregó a profesionales capaces.
Pero no nos desviemos. Regresemos a tu problema. Resulta que tienes poco tiempo en la empresa, estás aprovechando al máximo la experiencia de tu legendario jefe y, de repente, te llama a su oficina para contarte, con el rostro más sereno posible, que solo trabaja hasta ese día, que sus servicios en la empresa no son requeridos (o sea, que lo han echado) y que “el junior”, el hijo más tarado del dueño (eso no lo dice él, pero todos lo saben), se hará cargo. Hasta habla bien del heredero (“un joven preparado en las mejores escuelas y universidades”), no tanto porque lo crea sino porque el mercado es pequeño, todos se conocen y no gana nada haciéndose de enemigos poderosos . “Lo que hay que celebrar de esta situación”, te dice el jefe que admiras tratando de darte los ánimos que a él le escasean, “es que esta es una oportunidad única para ti, te necesitan y podrás mostrar toda tu capacidad”. Tú, que no eres quedado y, aunque te hagas el corto, sabes por dónde van los tiros, piensas en todo lo que van a cambiar las cosas. Resulta que vas a seguir ganando el mismo sueldo por hacer el trabajo que hacía tu jefe. En resumen, tu trabajo soñado aprendiendo del jefe ideal se fue al diablo y de todo lo que pudo ocurrir sucede que la compañía va a ser dirigida, en algún tiempo, por el Hijo Tonto del Dueño.
Pero para eso van a pasar meses y, probablemente, años. Primero tendrá que hacerse cargo de un área, ¡y cayó justo en la tuya! Es que tu sección tiene un nombre atractivo: Laboratorio de Innovación (o Innovation Lab, como dice él, o simplemente “Lab” como la bautizaron internamente tus compañeros). Esa área suena entretenida (“seguro que hacen experimentos, ¿no?”), pero en realidad es un polvorín a punto de estallar, día y noche bajo presión, allí llegan los problemas más difíciles de resolver, de los que depende la supervivencia y el futuro de la empresa: que pensar un nuevo producto, que analizar la investigación de mercados, que mejorar la experiencia del cliente, que integrar la tecnología para facilitar los procesos de pagos y un largo etcétera.
Entonces llega el primer día del resto de tu vida. Tu jefe se va. El hijo aparece. Reúne al equipo. Se presenta. Les cuenta sobre su emoción y se larga con la historia de su vida, su educación “en colegios exclusivos”, sus viajes “por todo el mundo”, sus estudios en una Ivy League (“¿saben que eso eso, no?) y su pasantía en Silicon Valley (“where I learned from the best”). “Ahora”, dice como para cerrar, “vamos a hacer las cosas de otra forma, “revolution more than evolution, ¿OK?, vamos a darle a esta empresa una vuelta de 360 grados, la vamos a proyectar al mundo, haremos historia. Para eso necesito de ustedes 24/7 porque yo también estaré dedicado full time”. Luego intenta decir sin pedantería: “Tarde o temprano este boliche será mío”.
Es fácil reconocer al hijo del dueño por sus signos: el auto de lujo que le compró papá (o como él prefiere decir, “me lo dio la empresa”), el reloj obscenamente caro (“es sí fue un regalo de mi papá”), sus horarios (“muchachos, las agendas son pura burocracia, modernicémonos, ahora vamos a usar Slack y hablaremos por FaceTime”), o por las reuniones intempestivas que organiza, sin que le importe el día o la hora (“muchachos, se me ocurrió una idea, es genial, llamen a los de marketing y a los de social media, reúnanse, que yo coordino todo online” un domingo en la mañana, todos a la oficina mientra él arregla la lancha o se acomoda los arnés para hacer “Kitesurf”) o, simplemente (¡simplemente!), porque siempre tiene una mejor idea que la tuya y corrige tu trabajo “porque en Silicon Valley lo hacen así”. Claro que también lo puedes reconocer porque odia a la gente segura e inteligente, sigue los malos consejos de los sobones que nunca faltan, habla en primera persona, se comporta como un perrito con su viejo y porque todos los lunes llega tarde, todos los viernes se va temprano y los viajes (“para hacer conexiones, tú entiendes”) a los va siempre con su novia o sus amigos.
No se trata necesariamente de una persona mala (total, ser imbécil no te hace irremediablemente canalla), pero es ciego al mundo. Su empatía está anulada por el ego inflado y por las ansias por ser mejor que su padre. Y tú (sí tú, pobre tú) te encuentras en medio de todo esto. Algunos de tus colegas lo aceptan porque necesitan el trabajo y otros no, se hartan y comienzan a buscar otras opciones. El gran equipo que había formado tu jefe, la mística y espíritu de cuerpo, se deshace; los grandes logros de la empresa, esos que la ayudaron a ser un mejor lugar para trabajar y para servir al mercado, se corrompen o son tragados por los errores cada vez más graves.
El hijo tonto no se da cuenta de nada y ya es tarde cuando todo se desploma. Por supuesto que, en medio de la tragedia, empezará a señalar culpables. Para ese momento, será mejor que tengas claros tus planes (o que ya te hayas largado), si no, tú serás una de las víctimas de su furiosa incapacidad. Piénsalo.
Con cariño
Tu Anticoach